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20 horas a la deriva en un velero sin timón

 

Recorrió 34 países en 4 años y pasó 20 horas a la deriva en un velero sin timón

Hernán Prado se tira de cabeza para arrancar el timón. Se rompió uno de los herrajes y, si no reacciona rápido, corre el riesgo de que la pala rompa el casco del velero y, si eso sucede, será cuestión de minutos para que se hunda el barco. “¡Qué jodido estoy!”, piensa. Está a la deriva, en el medio de la nada y sin plan B.

Está solo a 40 millas de la costa brasileña -entre Florianópolis y el puerto de Río Grande del Sur- y lejos de la ruta de los buques, de los que se había alejado por seguridad. Ahora, la realidad es otra: si quiere sobrevivir depende de cruzarse con uno de ellos. Intenta hacer las maniobras que sirven para estos casos. No le funcionan. Su única esperanza es acercarse a esta ruta e intentar llamar la atención de los demás tripulantes.

Y lo logra. O casi. Llega a la zona en la que lo pueden ver y ahí cae en una realidad: su vida vale 300 dólares. Para ahorrar costos, Hernán había comprado las bengalas nacionales que eran más baratas, pero ninguna funciona.

Con el correr de las horas, reflexiona y llega a dos conclusiones: “Las desgracias siempre son más amenas si son compartidas” y “en las situaciones límite somos todos optimistas”. Si bien cree que tal vez sea un pensamiento egoísta, al estar tan lejos de la costa y con un final incierto, quisiera estar acompañado.

Más allá de ese deseo sigue adelante. Como él mismo describe, “las ganas de vivir son más fuertes que cualquier escenario”. Por eso, en vez de sentarse “a esperar el final”, busca alternativas. “No sentís miedo. El miedo te paraliza y ahí en cambio estás todo el tiempo haciendo algo para salvarte. Haciéndolo mal o haciéndolo bien pero no te quedás quieto un segundo”.

El prefiere no hablar de “miedo” sino de “angustia”, consciente de que, si las condiciones climáticas dejan de ser favorables, corre el riesgo de hundirse o de terminar en el medio del océano. Un dejo de esperanza interrumpe su pensamiento cuando ve que un barco pesquero se acerca. Sin embargo, frena a unos cincuenta metros, “sin mediar palabra, da media vuelta” y se queda boyando por la zona.

Un buque mercante había registrado el pedido de ayuda que el argentino había hecho por radio y fue a su rescate. De todos modos, pese a que se trataba de un barco de nueve pisos, ascensor y un puente de mando no había lugar para los dos. Solo lo podían salvar a él y su velero, Shamrock, seguiría a la deriva o, de lo contrario, pasaría a ser propiedad de otro.

Hernán se pone en cuclillas y llora. Lleva cuatro años a bordo de esa embarcación a la cual debe ver partir en medio de la inmensidad del océano en el que quedó a la deriva durante unas 20 horas. Según confiesa, ese fue el momento de mayor tristeza. “Fue una decisión difícil de procesar porque era mi casa, mi proyecto, mi vida. No le podía soltar la mano así nomás”. Este tripulante había pasado un año entero preparándolo para adentrarse en esta odisea y, ahora, debía despedirse.

 

 

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