Tiene 74 años y es el rey de las olas: la sorprendente vida de Daniel Gil, el pionero del surf argentino que vive en la playa
En 1963 Daniel Gil viajó con el equipo de Boca Juniors a Perú. Su papá, Antonio Gil, además de un empresario adinerado, dueño de más de 15 empresas, era vicepresidente del club. “Si querés surfear venite ya a Buenos Aires que te mando a Perú con el equipo. Acabo de enterarme que hace mil años que hay surf allá”, le escribió en un telegrama Antonio a su hijo. Daniel, de Diecisiete años, estaba en Brasil. Había viajado con una meta: encontrar una tabla para comprar y poder surfear. Hacía dos años que la buscaba desde aquella escala en Miami que marcaría su vida.
Ahora, con 74 años, Daniel, que surfea cuando le viene la gana, charla con Infobae en su casa de Mar del Plata donde enseña a quienquiera aprender, no importa edad. Para ser becado de su escuela sólo hay que cumplir un requisito: tener un boletín de más de SIETE puntos. Su casa, que está en la playa en la que surfea desde los 18 años, no tiene numeración, tiene nombre: Kikiwai. No vive frente a la playa, vive en la playa. Construida por él, de piedra y aberturas en madera, sólo hay 30 pasos entre los pies secos en el deck donde toma café y la espuma entre los dedos, en la orilla. Está en un recodo, entre el puerto y Punta Mogotes. Lejos de los apiñados de Playa Grande, el único vestigio de que ésta es esa Mar del Plata asimismo es el asfalto gris con las juntas de alquitrán como boas aplastadas, tan característico de las calles internas de la ciudad.
“Cuando tenía Quince años me fui a Europa con papá. Fue un viaje de trabajo por sus empresas y también por Boca. Al volver lo hicimos por Nueva York, previa escala en Miami. Papá me propuso quedarnos unos días. Miami estaba amaneciendo, era un pantano lleno de cocodrilos en esa época. Él se fue a bañar y yo salí a dar una vuelta. Caminé una cuadra y ahí estaba”, cuenta.
—¿Qué había?
—Un surfer, la foto de un tipo parado en un longboard que venía bajando una ola de CINCO metros de éste color (se señala un colgante que lleva, turquesa). Se me aflojaron las piernas. ¡Se podía barrenar parado! ¡¿Volando arriba de una tabla?! Me empezó a latir el corazón rapidísimo, se me aflojaron las piernas. Me senté en el cordón de la vereda de enfrente. No me animaba ni a arrimarme. Miraba desde ahí. Pasó un rato hasta que me levanté y me acerqué a la vidriera. Entré y vi las tablas. Las toqué.
— ¿Estaban paradas?
— Todas paraditas. Muchas. No sabía qué carajo preguntarle al vendedor. El mostrador era de madera con vidrio y abajo había cosas exhibidas. El tipo levantaba el vidrio, sacaba las cosas y te las daba. Vi una Cruz de Malta, con una piedra turquesa en el medio. Se me ocurrió preguntarle por la cruz; mi mamá era muy católica, siempre dibujaba santos y cruces. Levantó el vidrio, sacó la cruz, la miré, una belleza. Antes devolvérsela, no sé por qué, la di vuelta. Atrás decía “I’m a surfer” (Soy un surfer) ¡Ah, estalló mi corazón!
De regreso al hotel, Daniel le pidió a su padre que le comprara una tabla para poder surfear en Mar del Plata, donde iban todos los veranos. Antonio se negó; ya acarreaban baúles con regalos, además de una cámara Bolex y 3 barriles de vino patero hecho por la familia de Galicia. La Aduana sería un suplicio, no estaba para sumar una tabla de 2 metros. Prometió comprársela en Buenos Aires.
Ya en Argentina, descubrió que las tablas aún no existían. Tampoco en Chile ni en Uruguay. En Brasil sí: había una. En un extremo de Ipanema, había un hombre con una tabla. Daniel se la quiso comprar, pero estaba a la venta.
—¿La probaste?
—Sí, pero tuve que esperar 25 días para que me la prestara 10 minutos. Tenía cola, lista de espera.
— ¿Se la pedían prestada?
—Sí. En una libreta de hule negro, como la de los almaceneros, anotaba los nombres. Durante los veinticinco días me senté sobre una piedra a mirar cómo surfeaban.
Fue en Brasil que Daniel recibió el telegrama de su padre. Antonio le decía que en Perú había tablas, que volviera a Bueno Aires y viajara con Boca, así podría hacerse de ese mamotreto de dos metros de largo por medio de ancho que lo encendían.
Viajó. Compró 3.
—¿Qué tal fue la Aduana?
—No me las dejaban pasar. “¿Esto qué es?”, preguntaban. Yo decía: “Tablas de surf”. “¿Tablas de qué?”. Las había envuelto en papel corrugado; parecían tres submarinos. Cuando me pidieron desenvolverlas, Marzolini, Rattín, Angelito Rojas y Antonio Roma le dijeron al de la Aduana que no rompiera, que hacia mil horas que venían viajando. La discusión siguió hasta que dijeron que eran aparatos nuevos para entrenar.Pasé con mis 3 longboard y me vine a Mar del Plata.
Cuando llegó a este mismo sitio donde está ahora, pero hace 56 años, la ola entraba perfecta, como un abanico. Dejó el auto, bajó la tabla y se zambulló.
—¿Sabías cómo pararte?
—Sí, porque más allá de la prueba en Brasil, había ensayado durante dos años el salto. En mi cuarto, en el living, en cualquier lado (ríe). Hijo único, me acostumbré a hacer lo que quise porque a mí me dieron la fórmula de la torta.
—¿De la torta?
—Viste que a nadie le sale la torta porque nadie tiene la posta de la receta de la abuela. Yo tengo la receta de la abuela.
— ¿Cuál es?
—Jesucristo y el amor, nada más. Cambiás eso y ya está. Cuando murió papá, pasé de millonario a villero. Enfermo mi papá, le llevaron una pila de papeles para firmar. Entre todos los papeles le metieron cesión de acciones. Cuando se quiso acordar no tenía nada. Para no matar a nadie me fui de Buenos Aires. Tuve que hacer de todo para olvidarme y sacarme la bronca, perdonar. Al final terminé pensando que mis tíos, en vez de ser hijos de puta, fueron dos ángeles que me cagaron para que yo cambiara de vida y no tuviera que cargar con las historias de la familia, de la plata y de las fábricas, me hiciera surfista y me convierta en un tipo feliz.
— De haber seguido con esa vida…
— Me habría muerto a los 50 años como mi viejo.
— ¿Estás convencido de eso?
— Totalmente. No estaría acá. Estaría de smoking, zapatos de charol, Nueva York con Trump y Macri. Andaría por ahí. Enseñar a surfear es lo mejor que le puede pasar a una persona. Lo veo, resucito a la gente: vienen hechos mierda, de color verde, arruinados, enfermos.
— ¿Los ves verdes?
— Sí. Vienen a sanarse. La gente no puede más.
Mucho antes de sus siete matrimonios, 9 hijos y Doce nietos, Daniel inauguró en los años ’60 el boliche porteño Jaque, en las 5 esquinas, Libertad y Juncal. Pero el primer sueldo lo ganó dibujando baños de la mano de su primer suegro. “Era arquitecto, hizo los primeros edificios en Buenos Aires de vidrio, esos que subías en coche a tu departamento. Yo dibujaba los baños, con arcadas de piedra, espejos y plantas. Me ganaba 2 mil dólares por baño. Estaba todo el día dibujando”, recuerda.
Fue vendedor de autos en la concesionaria del presidente de Boca Alberto J. Armando, tuvo un estudio de fotografía publicitaria y en Mar del Plata instaló una fábrica de sweatersque alternaba con la pintura al óleo: exhibía y vendía en Buenos Aires. Con la venta de la fábrica compró un barco pesquero. Le fue bárbaro hasta que se le rompió la caja de cambios y debió venderlo. Entonces inventó una de las primeras empresas de radiotaxis en la costa. Para la misma época llegó a su vida una nueva faceta. “Conocí a una gente que oraba y me encantó como oraban. Me metí y llegué a ser dirigente y servidor de la Renovación Carismática Católica acá en Mar del Plata. Estuve 18 años con ellos coordinando grupos de oración”, detalla.
Cuando el Bosque Peralta Ramos era, según Daniel, tierra de nadie, organizó una empresa de seguridad. La bautizó Orvecong: Organización vecinal de control y guardia. Él mismo patrullaba. La productora de TV llegó más tarde, se llamó Daniel Gil producciones. Ya no existía para cuando fundó la subcomisión de surf dentro del club Atlético Huracán de Mar del Plata. “Ahí puse mi Academia Argentina de Surf que estaba guacha de institución”, cuenta.
Mientras le enseña cómo pasarle la parafina a su tabla a una de chica de unos veintipocos en su casa, es decir, en la playa, Daniel recuerda que el surf estuvo en su vida mucho antes que aquella vez que vio por primera vez una tabla: “Yo fui un barrenador empedernido toda la vida, desde los 7 años”.
— Pero si no había tabla, ¿con qué barrenabas?
— Con el pecho (ríe). Pechito y la mano. Cuando era chiquito barrenaba hasta la espumita. Mi hobby era hacer barrenar maderitas. El casero de mi casa en Mar del Plata era carpintero. Estaba todo el día serruchando y todo el día caían pedacitos de madera. Entonces la señora que me cuidaba, Ofelia, juntaba todas las maderitas y las metía en una bolsa en las que vienen las cebollas y me las daba. Cuando mamá se iba al centro, que todavía no existía la peatonal San Martín, me dejaba en la popular, al lado del muelle de los pescadores. Entonces me iba hasta la punta de la escollera y tiraba una maderita. Cuando venía la ola, la maderita venía barrenando, pa, pa, pa, y yo la seguía caminando por la escollera. Hasta la orilla, mirándola. Si podía rescatarla lo hacía. Si no, tiraba otra.
Aunque hace 56 años que viene a Mar del Plata a surfear, hace 24 años que vive aquí y Dieciocho que vendió el auto: “Para no moverme. ‘Hay que venir’, ‘hay que ir’, ‘hay que llevar’, ‘hay que traer’, ‘No tengo más auto’. Basta: no voy nada. Llegué al lugar donde siempre quise estar“.
El cálculo no por rápido deja de ser certero: a uno de sus OCHO perros le tiró la pelotita desde la casa al mar cien veces por día durante 10 años. El resultado fue la lesión del hombro, el manguito rotador. También Diez años jugando con un perro, en la playa, todo el año.
María, su mujer desde hace más de veinte años, se acerca y ofrece café. Y él dice: “Con María nunca nos prometimos nada. Si hoy estamos bárbaro, si hoy pasamos un día espectacular mañana va a ser brutal. Y si mañana es brutal, pasado va a ser extraordinario”.
La chica que hace un rato enceraba su tabla regresa empapada y jadeando. Daniel le pregunta qué tal estuvo. Bajo el traje de goma, su panza se infla y desinfla rápidamente. Está ahogada pero alcanza a decir: “Espectacular”. Ambos sonríen. Hay algo del agua que sólo ellos saben.
—¿De qué se habla cuando estás metido en el agua, a la espera de una ola?
—¡No se habla de nada! Se habla afuera del agua. En el agua, no.
— ¿Nada?
—¡¿Qué tenés que decir en el agua?! Una vez que estamos adentro, que no escuchas a nadie, ¿viene uno a hablarte? No, tomatelás. No se habla.
—¿Por qué?
—Porque vos estás en paz. Estás disfrutando de eso. Es parte de la historia.
— Hay una especie de acto generoso que es dejarle la ola a otro. ¿Es así?
—Claro. Pero depende: si es un caga olas que le caga las olas a todo el mundo no se la dejo, lo paso por arriba.
—¿Qué es un caga olas?
— El tipo que pasa en rojo, cuando venís en verde, verde, verde y se te cruza. Hay caga olas. Si yo agarro la ola allá (señala la punta de la escollera) soy el dueño de la ola.No se puede meter nadie hasta que yo la termine. Si te cruzás o venís remando y yo vengo surfeándola me cortás el paso.
— ¿Se dice algo?
—La primera vez, “me cagaste la ola”. La segunda, algo más fuerte. A la tercera puede venir un cachetazo. Si no es principiante, claro. El dueño de esa ola es el que empieza primero, el que está arriba de la piedra jurándose que va a bajar.
A su hijo más chico, Surfiel (“Quiere decir ‘la ola de Dios’. Surf es ola y ‘El’ es ‘de Dios’”) Daniel le construyó una pequeña casita arriba de la suya. De piedra blanca, sólo tiene una cocina, un baño y un entrepiso en el que cabe un colchón de una plaza y una ventana: “La calculé para que sólo tenga que levantar el cuello a las CINCO de la mañana: desde ahí puede ver si hay olas que agarrar”.
Todos los hijos de Daniel practican surf. Son campeones, son medallistas. Por caso, Surfiel competirá en longboard en los panamericanos de surf que se harán en Lima. En la anterior edición fue medalla de plata. Su hermano, Daniel Gil Junior, fue ocho veces campeón argentino.
— ¿Qué viene?
—Yo no espero nada, dejo que venga. Me encanta la sorpresa. Sigo con mi receta y la torta sale bárbara.
Fotos: Christian Heit